Otra cosa de la que no disfrutamos mucho hoy en día es de la sensación que producen los zaguanes fresquísimos de las casas antiguas, lo que aquí llamamos también porches. Cuando en los meses de julio y de agosto entrábamos desde la calle, teníamos acceso a un mundo distinto, casi a otro mundo, a causa de la oscuridad y del agradable frescor que reinaban en los zaguanes. La luz radiante y el calor a un lado de la puerta de la calle y el fresco y la oscuridad al otro lado. Al otro lado de la puerta dominaba la penumbra por todo el recinto, al mismo tiempo que una moneda de luz podía brillar sobre el piso empedrado. Este sucedido resultaba insólito porque, además, te ponías a mirar hacia arriba, hacia el techo y la parte más alta de las paredes, y, algunas veces, no dabas con la misteriosa rendija, con el mínimo agujero por el que el rayito de sol se colaba.

La industria de la seda no llegó a cuajar en nuestra población porque nunca recogíamos la cosecha de capullos, sino que esperábamos a que salieran las mariposas y a que se iniciara otra vez el proceso de las sucesivas transformaciones: capullos, mariposas, huevos y otra vez los gusanos; porque lo que nos llamaba la atención era el proceso biológico y no poníamos interés comercial en este asunto. Metíamos los gusanos de color claro y de considerables dimensiones –algunos tan largos como el dedo de un ser humano adulto–, en una caja de cartón con la tapa agujereada y los cubríamos con las hojas de morera que les servían de alimento. Este tipo de gusano no come nada más, así que teníamos recorrer los alrededores de la población en busca de esta especie de árbol para llenar la bolsa con sus hojas. Teníamos tres moreras espectaculares en el solar colindante con el colegio de las carmelitas, pero preferíamos la que crecía al comienzo del puente Picayo, un ejemplar mucho menos alto, más modesto en todos los aspectos, y cuyas ramas, en consecuencia, resultaban más accesibles.

Y para finalizar con esta serie de viejas estampas sajeñas, como conclusión de la serie, pienso que debería decir algo sobre una de las cuestiones de fondo, la que por todos los medios he querido evitar hasta ahora en los artículos en los que he escrito sobre el antiguo modo de vida. Y esta cuestión principal es si era mejor aquella etapa, si vivíamos mejor en el pueblo en la década de los sesenta. Se trata de una cuestión de la mayor importancia pero que resulta muy difícil de resolver, de dilucidar. Dicen que los seres humano tendemos a recordar sobre todo los buenos momentos, y, por tanto, nunca podremos ser objetivos a la hora de comparar etapas. Después de escribir varios libros sobre mis recuerdos de las décadas de los años sesenta y de los setenta, 1960 y 1970, y varios artículo de la serie “Estampas cotidianas del viejo Sax” para “Sax digital”, pienso que es posible que la mirada del niño que fui y con la que me enfrentaba a la realidad haya cambiado mucho con el paso de los años, y que, en consecuencia, no pueda ser objetivo con las comparaciones.

Puedo caer fácilmente en la subjetividad en cuanto al punto de vista y concluir que, sin duda, la vida era más natural, más ligada al ciclo de las estaciones, también más comunitaria, y que el campo que nos rodeaba resultaba mucho más productivo y ligado a la vida local, que la vida resultaba más plena, aun siendo consciente también de que la sanidad y la educación pública disponían por entonces de menos medios y llegaban a menos vecinos. Los pros y los contras que presenta cada una de estas etapas históricas son muchos y muy variados, y por eso, aunque ya debería estar dispuesto a enfrentarme a la cuestión capital, a llegar a una conclusión definitiva, creo que todavía no me atrevo a dar el paso. Solo puedo añadir que, si las circunstancias me obligaran a decantarme por una de estas dos etapas, si me cayera encima una presión fuera de lo común, tal vez elegiría el viejo Sax por sus valores líricos, estéticos, porque lo que ya no existe suele tener para los seres humanos un mayor valor literario. Solemos inclinarnos casi siempre por el más débil cuando tenemos que elegir, y el tiempo presente es una realidad material, rotunda, omnipresente, parece mucho más fuerte que el tiempo pasado, al que de forma automática le sumamos el prestigio de lo frágil. El presente está atravesado, además, por innumerables momentos prosaicos, por las tareas y los quehaceres rutinarios y empalagosos, que no tienen una importancia decisiva pero que resultan inaplazables, y por eso, en este sentido solamente, en el sentido estético y sentimental, pienso que el tiempo presente no puede competir con las estampas antiguas que se nos vienen de repente a la cabeza.

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